SEMANA 14 REVOLUCION FRANCESA

 

SEMANA 14 DEL 24 AL 28 DE ABRIL

(TEMA 10) La monarquía constitucional: La Asamblea Legislativa (1791-1792)
Los dirigentes de la Asamblea Constituyente creían, sin embargo, que la situación política se había normalizado a principios de otoño de 1791, y que, cumplida su misión, debía procederse a la disolución de la cámara y a la convocatoria de elecciones legislativas de acuerdo con la Constitución, que había sido aprobada en su texto definitivo el 3 de septiembre de 1791. Sometida a la extrema presión de las convulsiones internas y de la amenaza exterior, la recién instaurada monarquía constitucional no llegaría a cumplir un año.
Una vez efectuadas las elecciones, el 1 de octubre inauguraba sus sesiones la Asamblea Legislativa, compuesta por 745 diputados pertenecientes en su totalidad a los distintos sectores de la burguesía francesa. Las tendencias ideológicas que tomaban asiento en la nueva cámara pueden agruparse en tres bloques. La derecha estaba ahora integrada por unos 260 diputados que apoyaban la monarquía constitucional; los antiguos aristócratas, valedores del absolutismo, habían desaparecido.
En la izquierda se situaban los jacobinos, así llamados porque muchos de ellos procedían de un club que se había instalado en el antiguo convento de los jacobinos, en la rue Saint-Honoré de la capital francesa. No pasaban de 150 diputados y entre ellos destacaban los representantes de la región de la Gironda, que por este motivo eran llamados girondinos; todos ellos eran republicanos y se oponían claramente al régimen monárquico. La izquierda también contaba con representantes que, frente al sistema censitario establecido en la Constitución, defendían el sufragio universal y gozaban de gran influencia sobre las clases bajas, privadas del derecho a voto. En el centro, unos 350 diputados inclinaban sus apoyos indistintamente hacia la izquierda o a la derecha según las circunstancias o los intereses del momento; formaban tal grupo personas identificadas con la revolución, pero sin definirse de forma tajante en cuanto a la forma de Estado.

La nueva etapa supuso un paso adelante en el proceso de radicalización revolucionaria que vivía Francia desde 1787. La crisis económica, que había hecho prohibitivo el precio de muchos productos básicos para la subsistencia, así como la desacertada política de los anteriores ministerios en esta cuestión, pusieron de nuevo a las capas populares a punto de estallar en cualquier momento. Ante la presión y las continuas críticas de la izquierda, la burguesía conservadora, que controlaba el poder, decretó la deportación del llamado clero refractario (contrario al juramento de la Constitución Civil del Clero) y la incautación de sus bienes junto a los de los aristócratas emigrados.
Pero esas medidas no sirvieron para tranquilizar a los grupos exaltados que pugnaban abiertamente por la instauración de la República; la izquierda más radical acusaba al rey de traicionar la revolución y de mantener compromisos secretos con sus enemigos (los emigrados y los monarcas extranjeros). La influencia de los aristócratas que habían huido de la Francia revolucionaria se había dejado sentir en la ya citada declaración de Pillnitz (agosto de 1791) de Leopoldo II de Austria y Federico Guillermo II de Prusia, en la que se manifestaba que la causa de Luis XVI era común para todas las monarquías.
La grave conflictividad interna y la actitud amenazante de las potencias extranjeras hicieron creer a las autoridades de la Asamblea que la revolución sólo podría salvarse adelantándose a declarar la guerra a los enemigos exteriores. La burguesía conservadora esperaba una victoria de la que saldría reforzado el sistema monárquico. Al mismo Luis XVI le convenía la idea; incluso en caso de derrota, la intervención extranjera restablecería el absolutismo. Frente a los partidarios de emplear la fuerza, la izquierda jacobina, conocedora de la debilidad militar de Francia por las defecciones de sus mandos, auguraba y temía una derrota que pondría fin a la revolución.
El 20 de abril de 1792, Luis XVI, a instancias de la mayoría de la Asamblea Legislativa, declaraba la guerra a Austria en medio de un clima de euforia popular, truncado a poco de iniciarse las hostilidades. El ejército, sin dirección y falto de preparación, se hundía en todos los frentes, provocando con ello un agravamiento de la crisis interna y el fortalecimiento de las actitudes antimonárquicas. A finales de junio los jacobinos, bajo el liderazgo de Robespierre, redoblaron sus acusaciones de traición contra Luis XVI y exigieron la disolución de la Asamblea Legislativa y la elección -por sufragio universal- de una Convención Nacional que instaurase la República.

El asalto al Palacio Real de las Tullerías (óleo de Jean Duplessis-Bertaux)
La conquista de Verdún y el desafortunado manifiesto (25 de julio de 1792) del duque de Brunswick, general en jefe del ejército prusiano, amenazando con arrasar París si la familia real sufría alguna vejación, sirvió para que se precipitaran los acontecimientos. La ira popular se desbordó el 10 de agosto de 1792, fecha en que las masas asaltaron el Palacio de las Tullerías, residencia de los monarcas, y asesinaron a la guardia del rey, que logró ponerse a salvo. Luis XVI fue depuesto y encarcelado en la prisión del Temple por haberse hallado en palacio documentos que le comprometían. La revuelta instaló asimismo en el ayuntamiento parisino una Comuna revolucionaria bajo el control de la izquierda jacobina. Desbordada por los acontecimientos y bajo la presión de la Comuna, la Asamblea Legislativa se vio forzada a convocar elecciones por sufragio universal (masculino).
A principios de septiembre surgieron los primeros brotes de terror indiscriminado, que se cobrarían unas mil trescientas víctimas sólo en París: monárquicos, clérigos y todo tipo de presuntos traidores fueron sumariamente juzgados y ejecutados en las llamadas «matanzas de septiembre». El 20 de septiembre, la Asamblea Legislativa se disolvía para dar paso a la nueva cámara surgida de las elecciones, la Convención Nacional, de carácter constituyente. Ese mismo día el ejército revolucionario francés, al mando del general Dumouriez, hacía batirse en retirada en las colinas de Valmy a las tropas prusianas del duque de Brunswick. París y la revolución se habían salvado. En palabras de Goethe, testigo de excepción en la batalla, "ese día comenzaba una nueva era en la historia del Mundo".
(TEMA 11 ) La República: la Convención girondina (1792-1793)
El proceso revolucionario alcanzaba con la Convención su más elevada cota de radicalismo. Barridos los monárquicos constitucionales en los comicios, celebrados esta vez por sufragio universal masculino, los grupos políticos visibles en la Convención Nacional quedaron de nuevo reducidos a tres. Los 160 diputados girondinos, de extracción alto burguesa, promovían una república descentralizada y conservadora. En la «montaña», sector de izquierda y extrema izquierda, se integraban 140 diputados «montañeses», pertenecientes a la pequeña y mediana burguesía, identificados con una república democrática y un programa de gobierno de contenido social (Robespierre, Danton, Marat). Entre ambas tendencias se ubicaba la «llanura» o el «pantano», contingente de centro (350-400 escaños) que, aparte de su fe republicana, no ofrecía posiciones ideológicas definidas.
La primera decisión de la Convención Nacional fue abolir la monarquía y proclamar la República (22 de septiembre). Los comienzos del régimen republicano, dominado al principio por los girondinos, no pudieron ser más difíciles. El enjuiciamiento y condena a muerte de Luis XVI, que fue guillotinado públicamente en la plaza de la Revolución el 21 enero de 1793, agudizó aún más la crisis. Las fuerzas realistas y el clero refractario provocaron en varios departamentos revueltas antirrepublicanas, impulsando por ejemplo la rebelión del campesinado de la Vendée, que se había opuesto a las levas forzosas dictadas por la Convención para hacer frente a la amenaza exterior; el ejemplo cundió en otros departamentos.
Las potencias absolutistas europeas, espoleadas por la muerte del monarca, cerraron filas en una gran alianza antifrancesa: la Primera Coalición, formada por Austria, Prusia, España, Inglaterra, Holanda, Portugal y la mayor parte de los estados italianos y alemanes. La Coalición frenó el avance de las tropas de la Convención después de la traición del general Dumouriez, que se pasó a las filas de los austriacos tras su derrota en Neerwinden (marzo de 1793). La guerra civil en que habían degenerado las rebeliones internas y la amenaza de una inminente invasión extranjera crearon una situación insostenible que desató la lucha por el poder.
(TEMA 12 ) La Convención jacobina: Robespierre y el Terror (1793-1794)
En el verano de 1793, con el apoyo de las masas parisinas (los sans-culottes), los diputados montañeses expulsaron del gobierno a la derecha girondina, tras acusar de traición y ejecutar a sus principales dirigentes (junio-julio de 1793). El nuevo gobierno quedó progresivamente encarnado en la figura de Robespierre y en la acción expeditiva e implacable de unas instituciones a las que los jacobinos otorgaron poderes de excepción (el Comité de Salvación Pública, verdadero poder ejecutivo pronto dominado por Robespierre, el Comité de Seguridad General y el Tribunal Revolucionario).

Robespierre neutralizó las amenazas contrarrevolucionarias al precio de una sangrienta represión
Desde ellas se pusieron en práctica una serie de medidas, cuyos resultados no se hicieron esperar. En agosto de 1793 se decretaba la leva en masa, con lo que todos los recursos materiales y humanos de la nación se ponían al servicio de la guerra revolucionaria; el ejército francés acabaría contando con más de un millón de hombres. En septiembre de 1793, la «ley del máximum general» fijaba un control riguroso de precios y salarios, dictando durísimas sanciones para los infractores; previamente una ley había establecido la pena de muerte para los acaparadores. Este fuerte intervencionismo económico permitió alimentar la población y abastecer el ejército, pero suscitó el rechazo de la burguesía moderada, defensora de la libertad económica.
La Convención aprobó también una serie de normas sobre procedimientos judiciales extraordinarios y tribunales revolucionarios como la Ley de Sospechosos, cuya aplicación correspondió al Comité de Seguridad General, con el objeto de eliminar toda disidencia contrarrevolucionaria y depurar las estructuras del Estado. Como resultado de ello, alrededor de diecisiete mil ciudadanos fueron procesados y ejecutados durante el año escaso en que los jacobinos detentaron el poder, razón por la que este periodo pasaría a ser llamado «el Terror», y a tener en la guillotina su representación icónica. La más ilustre de las víctimas fue la reina María Antonieta, guillotinada el 16 de octubre. Sin embargo, nobles y clérigos eran la menor parte; la mayoría fueron campesinos y trabajadores que se rebelaron contra el reclutamiento o intentaron eludirlo o desertar.
Para cumplir todo lo dispuesto en París, se sometió a un centralismo absoluto la actividad política, económica y social de las provincias, otorgándose poderes ilimitados a los agentes («Enviados en misión») de la Convención Nacional. En pocos meses, la dictadura de Robespierre logró conjurar el peligro contrarrevolucionario: aplastó las rebeliones de monárquicos y girondinos en el interior y derrotó a los ejércitos de la Primera Coalición.

María Antonieta en el Tribunal Revolucionario
Superada la crisis, el frente jacobino comenzó a fraccionarse. El sector radical exigía la abolición de la gran propiedad y la aplicación de la política de terror a los ricos y poderosos. En el lado opuesto, cada vez eran más numerosas las voces que clamaban por una normalización de la vida pública que hiciera efectiva la Constitución democrática elaborada y aprobada en junio de 1793, que no había llegado a entrar en vigor. A partir de marzo de 1794, Robespierre acusó de traicionar a la revolución a los dirigentes de ambas tendencias (Jacques Hébert, Camille Desmoulins, Georges-Jacques Danton, que terminaron en el patíbulo), sin darse cuenta de que estaba preparando con ello el camino hacia el final de su dictadura.
(TEMA 13) La reacción de Termidor y el fin de la Convención (1794-1795)
El 27 de julio de 1794, la «llanura» de la Convención Nacional y los jacobinos moderados retiraron su apoyo al hombre que se creía depositario de la virtud revolucionaria. Abandonado a su suerte, Robespierre y veinte de sus partidarios morían al día siguiente en la guillotina sin juicio previo, víctimas de los procedimientos judiciales de excepción que tanto habían defendido. El 9 de Termidor (27 de julio en la terminología del calendario aprobado por la Convención) ponía fin a la fase más radicalista de la Revolución Francesa y daba inicio a una reacción conservadora en la que el terror sólo iba a cambiar de dirección, cebándose en quienes lo habían practicado.
Durante el período transcurrido entre julio de 1794 y octubre de 1795, la burguesía conservadora de la Convención Nacional iba a ser la verdadera dueña de la situación política; desde su nueva posición dominante, restableció la libertad de precios y, cuando la carestía empeoró de nuevo la situación de las clases populares, no tuvo escrúpulos en formar frente común con el ejército para reprimir toda intentona subversiva. Sus objetivos inmediatos eran continuar la guerra en el exterior y liquidar la obra revolucionaria elaborando un nuevo texto constitucional que sustituyera, por sus excesos democráticos, al aprobado en junio de 1793.
(TEMA 14 )El Directorio (1795-1799)
La nueva Constitución, sancionada mediante un plebiscito en septiembre de 1795, fijaba una tajante división de poderes que intentaba evitar por todos los medios la reproducción de una dictadura personal como la que había protagonizado Robespierre. El poder ejecutivo quedó en manos de un nuevo organismo, el Directorio, formado por cinco «directores», renovados a razón de uno cada año por los miembros del legislativo. Dos cámaras elegidas por sufragio censitario indirecto, el Consejo de los Quinientos y el Consejo de Ancianos, detentaban el poder legislativo; el poder judicial correspondía a los tribunales electos, a los que se investía de gran solemnidad e independencia.
El nuevo ordenamiento, por otra parte, ponía fin a la participación democrática popular del periodo anterior al eliminar el sufragio universal, y salvaguardaba los intereses de la burguesía adinerada volviendo al principio de capacidad económica como condición previa al ejercicio de los derechos políticos. El Directorio comenzó su andadura en octubre de 1795, manteniendo una línea continuista respecto al último año de vida de la Convención y priorizando la estabilidad y el orden internos para consolidar una república conservadora erigida en la primera potencia de Europa.
Los grandes objetivos del régimen tropezaron, sin embargo, con graves dificultades internas que condicionaron de forma determinante sus cinco años de vida. La crisis económica desatada a raíz de la supresión del control de los salarios y los precios abrió un proceso inflacionista (depreciación de los "asignados": papel moneda emitido para la compra de bienes nacionales), que repercutió negativamente en las clases populares y en las arcas de la República, cada vez más dependientes de los botines de guerra.

Si bien la crisis económica constituyó el principal problema del régimen, no hay que olvidar la inestabilidad política y social que siempre le afectó al tener que combatir por igual los intentos de subversión conservadora (insurrecciones realistas en la Vendée y Bretaña, marzo de 1796) y las conspiraciones de carácter radical («Conjura de los Iguales» de Babeuf, mayo de 1797). La Constitución de 1795, al configurar el Directorio como un sistema republicano y censitario (sin sufragio universal), parecía haber excluido de la vida política tanto a los monárquicos como a las clases populares, pero realistas y jacobinos ganaron posiciones en las elecciones de 1797 y 1798.
La faceta más brillante del Directorio fue su política exterior, basada en la actuación victoriosa de sus ejércitos contra la Primera Coalición. Las brillantes campañas de generales como Moreau, Jourdan, Pichegru y Hoche culminaron en el rotundo triunfo de Napoleón sobre el ejército austriaco en Italia. Las paces de Tolentino y Campoformio (1797) convertían al militar corso en el hombre más admirado de Francia, a cuyo gobierno había proporcionado inmensos recursos procedentes de los territorios ocupados.
La estrella de los militares -y en especial del joven Bonaparte- comenzaba a brillar con luz propia en un panorama político inestable y corrupto como el que ofrecía el Directorio a finales de siglo. Ante los avances de una Segunda Coalición internacional contra Francia (formada en diciembre de 1798 por Inglaterra, Austria, Rusia, Turquía y el rey de Nápoles refugiado en Sicilia) y el peligro de escoramiento que suponían las presiones de jacobinos y realistas, la burguesía republicana comenzó a identificarse cada vez más con una solución militar que apuntalase sus intereses.
(TEMA 15 ) El fin de la Revolución Francesa
La coyuntura fue aprovechada por el general más audaz, Napoleón Bonaparte. Enviado en 1798 a Egipto para asestar un golpe al poderío colonial británico cuando se estaba organizando la Segunda Coalición antifrancesa, Napoleón acudió a la llamada de dos miembros del Directorio (Emmanuel Joseph Sieyès y Roger Ducos) y encabezó el golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre de 1799), que acabó con el régimen por la fuerza de las armas y labró sobre su persona el nuevo destino de Francia.

Golpe del 18 de Brumario: Napoleón disuelve el
Consejo de los Quinientos (óleo de François Bouchot)
Napoleón disolvió las instituciones del Directorio y constituyó un gobierno provisional; el nuevo orden surgido del golpe de Estado se dotó rápidamente de una constitución (diciembre de 1799) que fijaba su entramado legal: el Consulado. Se trataba de un régimen jerarquizado y autoritario que culminaba en Napoleón, nombrado Primer Cónsul, al que quedaban supeditados los otros dos cónsules. La Revolución Francesa había terminado.
Sin embargo, Napoleón consolidó algunos realizaciones revolucionarias (destrucción de las estructuras feudales, superación de la sociedad estamental, estabilización del liberalismo económico y ascenso de la burguesía como clase social dominante) y dotó a Francia de unas estructuras de poder sólidas y estables con las que se ponía fin al caos político precedente. Aunque por el camino se perdieron los ideales de igualdad social y democracia política, la restauración del Antiguo Régimen iba a resultar imposible y, en muchos aspectos importantes, los logros de la Revolución Francesa habían de perdurar y extenderse por Europa con las conquistas napoleónicas.

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